martes, 17 de diciembre de 2019

ESPIRITUALIADAD EN LAS ÚLTIMAS DÉCADAS

La segunda mitad del siglo XX fue marcada por acontecimientos que dieron origen a profundos cambios. Mayo del 68 en París y el reclamo a educadores sin autoridad moral para imponer valores para vivir cuando habían hecho posible la Segunda Guerra Mundial. Su mensaje se extendió por los países de Occidente con la consigna de hacer el amor y no la guerra y comprometerse con crear una sociedad pacífica y justa. 
La revolución sexual también marcó la rebeldía contra una moral que era hipócrita. La guerra de Vietnam movilizó multitudes de jóvenes que exigían la paz. En los años 60 surgió otro movimiento espiritual: la Nueva Era. Expresión que significa dos cosas: el comienzo de la era de Acuario, caracterizada por la paz, el bienestar y la armonía mundial, y un cambio de era histórica, según la teoría del historiador Arnold Toynbee. El físico Fritjof Capra dice en El punto de mutación que existen claras señales de Nueva Era en todas las dimensiones de la vida: la salud, la espiritualidad, la ciencia, la política, la economia, la psicología. Están apareciendo nuevos paradigmas para explicar al ser humano y su cultura.

Por la misma época, el psicólogo alemán Karlfried Graf Dürckheim describió así lo que se estaba viviendo, en su libro Meditar por qué y cómo: “El desasosiego interno que se apodera del hombre cuando su adaptación al mundo ha llegado a ser tan total que lleva al Ser esencial a un callejón sin salida. El problema histórico... cuando se ha polarizado toda la vida sobre el dominio del conocimiento racional, de la técnica y de la organización, un desasosiego interno esencial, incomprensible a la razón, se instala en el núcleo del hombre, en su individualidad creadora”. La búsqueda de sentido se impone. Hay que encontrar salidas de las conflictividades que crean circunstancias que parecen controlar nuestras vidas. Muchos hombres y mujeres se rebelan contra tan lamentable perspectiva.
El padre Tony de Mello, sacerdote jesuita, escribió un relato que explica por qué las búsquedas interiores toman distancia de la institucionalidad religiosa: “El místico regresa del desierto después de vivir la experiencia de Dios. Los discípulos le ruegan que les cuente cómo fue. Él insiste en que vayan al desierto y la experimenten por sí mismos. Ellos vuelven a pedirle que les cuente. Él, con palabras imprecisas, lo hace con la esperanza de motivarlos para que vayan al desierto. Ellos toman notas. Luego con las notas escriben un libro. Se dedican a estudiarlo. Incluso salen a enseñarlo a países extranjeros. Pero ninguno fue al desierto”.
La sola razón que acepta las creencias de la institución religiosa, la voluntad que obedece los preceptos que regulan el comportamiento, no parecen satisfacer esa angustia interna de quienes han salido a buscar algo más profundo que ayude a llenar el vacío, a dar sentido, a permitir modos de vivir que sean más humanos. No se podía seguir aceptando que, como dice una muy antigua oración, este mundo fuera un valle de lágrimas en el que vivimos los desterrados hijos de Eva dedicados a gemir y llorar.

Los escritos de tres hombres atrajeron la atención: el padre William Johnston, Dom Alfred Graham y Thomas Merton, quienes enfatizaron en la necesidad de reintroducir la oración contemplativa y el silencio en la vida cristiana y discutieron cómo las técnicas y perspectivas del budismo zen podrían ayudar. Los tres insistieron en el exceso de dogma y sugirieron que podría haber lecciones por aprender del budismo, “que no busca explicar sino poner atención, llegar a estar despierto. En otras palabras, desarrollar un cierto tipo de conciencia que está por encima y en el fondo de la decepción de las fórmulas verbales”, dice Thomas Merton en El zen y los pájaros del deseo.

Vivimos en una sociedad con problemas graves y complejos. Pero en su análisis se nos escapa la dinámica oculta en ellos. Se creyó que las soluciones eran de orden político y económico. No. Hay que considerar todas las relaciones humanas involucradas en la existencia. Hay que vivir y convivir con los problemas sobre el significado de la vida, de los valores, la subjetividad, el amor y el juego. Es necesario poner el acento en la calidad de las personas, factor esencial para que funcione con éxito cualquier tipo de sistema u organización social. Los diversos análisis nos revelaron las raíces materiales de muchos temas que tenían que ver con la vida humana para que no fueran abstractos o engañadores, pero nunca llegaron a los espacios abiertos de la humanidad sedienta de libertad y autorrealización.

Toda esa inquietud por Ser antes que Tener (Erich Fromm) sigue preocupando a muchísimas mujeres y hombres. Cometer errores no es una consecuencia de ser humanos, sino de no serlo verdaderamente. Fuimos creados a imagen y semejanza de la Divinidad. El modelo es perfecto. Pero el potencial de humanidad que poseemos no ha sido cultivado de manera adecuada. Dürckheim dijo que somos la única especie viva que jamás llegará a ser lo que está llamada a ser si no se cultiva a sí misma decididamente.
Vivimos en una sociedad con problemas graves y complejos. Pero en su análisis se nos escapa la dinámica oculta en ellos. Se creyó que las soluciones eran de orden político y económico
Ser humanos no es la disculpa para nuestros errores. Todo ocurre por “confundir nuestra alma y nuestro yo interior con el cuerpo. Los antiguos lazos que nos encadenaban unos con otros, que nos tranquilizaban ante el porvenir y nos protegían de lo desconocido y el vacío del mañana y de la muerte, se han despedazado”, escribe Robert Redeker en su libro Egobody.

Buscamos con ansia otras dimensiones del existir en las que las inquietudes más profundas puedan encontrar alguna luz, las que pertenecen al Espíritu. Se trata de la “vida interior”, cuyo cultivo es urgente incorporar a la educación, que no puede reducirse a la lectura, las matemáticas o la ciencia. No podemos definirnos por lo que hacemos, sino por lo que somos. De ahí que el aprendizaje del autoconocimiento y el autocultivo debe ser un hábito en la vida cotidiana. El zorro dijo al Principito: “Lo esencial es invisible a los ojos y solo se ve con los ojos del corazón”. Ese corazón que es el órgano interno y percibe lo invisible. 

Esa dimensión, la espiritualidad, ligada profundamente al cultivo de la auténtica humanidad. En el cristianismo ya lo dijo hace siglos san Ireneo de Lyon: “La gloria de Dios consiste en que el hombre viva”. El Concilio Vaticano II dejó claro que la “salvación” no ocurría al final de la vida, comenzaba con el nacimiento: era el proceso de ir logrando vivir con calidad la vida.


Decir espiritualidad es igual que decir vida interior. Es un despertar a sí mismo. En la vida interior reside el potencial de humanidad que procede del soplo divino que nos dio la existencia y la conciencia. Gracias a él, una persona como Nelson Mandela salió de la cárcel, después de 27 años, afirmando que seguía siendo el “capitán de su alma”: sin odio ni deseos de venganza. El alma, ese “lugar suave, fuente del amor y de las cualidades humanas, lugar cálido, tranquilo, lugar pleno de recursos: fuerza, sabiduría, compasión, perdón, ternura, alegría, humor, generosidad. Ese lugar es el gran misterio que se encuentra en el núcleo de nuestro ser”, como la describió John Wellwood en Amar y despertar.

Sí, como seres humanos somos al tiempo cuerpo, psiquismo y espíritu. Pero nunca se pueden disociar. Y todas las prácticas interiores que se puedan realizar buscan su integración. Hay que fortalecer nuestra condición humana. Así como el cuerpo cuando va a ser sometido a un gran esfuerzo tiene que ser entrenado mediante el ejercicio, el alma debe entrenarse mediante el ejercicio espiritual para aprender a fluir en medio de las circunstancias y obstáculos para lograr la libertad y la autonomía frente a ellas.

Jesús de Nazaret dijo esto de la vida interior: comparó la fuente de la vida con el tronco del árbol y a nosotros, con las ramas. Como surgidos de un principio de existencia íntimo, debemos mantener el vínculo vital, existencial, gracias al cultivo de la vida interior, para reverdecer y producir frutos de humanidad. Todo “ejercicio espiritual” tiene sentido si contribuye a nuestra transformación en seres humanos verdaderos. El Dalai Lama dice: “Una espiritualidad que no te transforma es como una cobija que no calienta”. La verificación de que estamos acertando en el cultivo de una planta es que el sano proceso de crecimiento está ocurriendo. Si mi práctica espiritual no me transforma es porque quizás estoy echándole el agua a la planta por fuera de la matera. El verdadero ejercicio espiritual conduce a amar a los hermanos. Quizás se ha embolatado el manual de humanidad. Y mal ‘manejados’, nos echamos a perder.
No podemos definirnos por lo que hacemos, sino por lo que somos. De ahí que el aprendizaje del autoconocimiento y el autocultivo debe ser un hábito en la vida cotidiana
Un aspecto fundamental de este momento de los cambios de paradigmas es nuestra manera de concebir e interpretar la vida. Es indispensable la revisión de nuestra mente con sus definiciones acerca de quiénes somos, qué es la vida y quién es Dios. Los mapas falsos son causa de los extravíos en el camino.

La imagen de Dios que podemos llevar en la mente quizás tenga poco que ver con lo que aquel místico podría decirnos. Esa realidad profunda puede recibir muchos nombres: la Gran Fuerza, la Naturaleza de Buda, la Divinidad, Dios, Alah. 

Toda espiritualidad, toda vida interior, busca los caminos para vincularse con ella y luego dejarla ser, como la rama que es fiel a la vida que brota del tronco. A ese misterio interior se puede entrar por muchos caminos: el camino del conocimiento, el camino del corazón, el camino del cuerpo, el camino del arte, el camino del sonido, el camino de la naturaleza, el camino de la soledad (Roger Housden, Retreat, Time Apart For Silence and Solitude). Todos conducen al misterio de la existencia cuando se recorren de la mano de una sabia y honesta maestra o maestro. No son territorios para aventurar.

No cabe la menor duda de que hay suficientes indicios que conceden la razón a André Malraux cuando dijo que el siglo XXI sería místico o no sería. Son muchas las mujeres y los hombres que buscan el ascenso a la cumbre, que es una sola, pero también los caminos son múltiples.
JORGE JULIO MEJÍA M., S. J.*

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