Es muy triste que la mayoría sólo empecemos a apreciar la vida cuando estamos a punto de morir.
Quienes creen que disponen de mucho tiempo sólo se preparan en el momento de la muerte. Entonces los desgarra el arrepentimiento. Pero, ¿no es ya demasiado tarde?.
¿Qué observación sobre el mundo moderno podría ser más escalofriante que la de que casi todos mueren sin estar preparados para la muerte, tal como han vivido sin estar preparados para la vida?
Podemos utilizar nuestra vida para prepararnos para la muerte. No tenemos que esperar a que la dolorosa muerte de un ser querido o la conmoción de una enfermedad terminal nos obliguen a examinar nuestra vida.
Tampoco estamos condenados a ir a la muerte con las manos vacías, al encuentro de lo desconocido. Podemos empezar aquí y ahora a encontrarle un sentido a nuestra vida. Podemos hacer de cada instante una oportunidad de cambiar y prepararnos, de todo corazón, con precisión y serenidad, para la muerte y la eternidad.
La vida y la muerte se perciben como un todo único, en el cual la muerte es el comienzo de otro capítulo de la vida. La muerte es un espejo en el que se refleja todo el sentido de la vida.
Si nos negamos a aceptar la muerte ahora, cuando aún estamos vivos, lo pagaremos muy caro durante toda nuestra vida, en el momento de la muerte y después de ella. Los efectos de tal negativa repercutirán sobre esta vida y sobre todas las vidas por venir. No podremos vivir plenamente; quedaremos aprisionados justamente en aquel aspecto de nosotros mismos que debe morir. Esta ignorancia nos robará la base del viaje hacia la Iluminación y nos mantendrá atrapados eternamente en el reino de la ilusión, el ciclo incontrolado del nacimiento y la muerte, ese océano de sufrimiento que los budistas denominan samsara.
Sin embargo, el mensaje fundamental de las enseñanzas budistas es que, si estamos preparados, existe una enorme esperanza, tanto en la vida como en la muerte. Las enseñanzas nos revelan la posibilidad de una libertad asombrosa y en último término ilimitada por la que podemos empezar a trabajar ahora mismo, en la vida; una libertad que nos permitirá también elegir nuestra muerte y, por ello, elegir nuestro nacimiento. Para la persona que se ha preparado y ha practicado, la muerte llega no como una derrota, sino como un triunfo, el momento más glorioso que corona toda la vida.
Para empezar a privar a la muerte de su mayor ventaja sobre nosotros, adoptemos una actitud del todo opuesta a la común; privemos a la muerte de su extrañeza, frecuentémosla, acostumbrémonos a ella; no tengamos nada más presente en nuestros pensamientos que la muerte. No sabemos dónde nos espera la muerte: así pues, esperémosla en todas partes. Practicar la muerte es practicar la libertad. El hombre que ha aprendido a morir ha desaprendido a ser esclava.
Cuanto más tardamos en afrontar la muerte, cuanto más la borramos de nuestros pensamientos, mayores son el miedo y la inseguridad que se acumulan para acosarnos. Cuanto más intentamos huir de ese miedo, más monstruoso se vuelve.
La muerte es, en efecto, un enorme misterio, pero de ella se pueden decir dos cosas: es absolutamente cierto que moriremos, y es incierto cuándo y cómo moriremos. La única certeza que tenemos, pues, es esta incertidumbre sobre la hora, la cual nos sirve de excusa para postergar el afrontar la muerte directamente. Somos como niños que se tapan los ojos jugando al escondite y se figuran que nadie puede verlos.
¿Por qué vivimos en tal terror a la muerte? Porque nuestro deseo instintivo es vivir y seguir viviendo, y la muerte es el cruel fin de todo lo que consideramos familiar. Tenemos la sensación de que, cuando llegue, nos veremos sumergidos en algo del todo desconocido, o que nos convertiremos en alguien completamente distinto. Imaginamos que nos encontraremos perdidos y confusos, en un ambiente extraño y aterrador. Nos imaginamos que será algo así como despertar en medio de una tormenta de ansiedad, solos en un país extranjero, sin conocer el territorio ni el idioma, sin dinero, sin conocer a nadie, sin pasaporte, sin amigos...
Quizá la razón más profunda de que temamos a la muerte es que ignoramos quiénes somos. Creemos en una identidad personal, única e independiente, pero, si nos atrevemos a examinarla, comprobamos que esta identidad depende por completo de una interminable colección de cosas que la sostienen: nuestro nombre, nuestra «biografía», nuestras parejas y familiares, el hogar, los amigos, las tarjetas de crédito... Es de este frágil y efímero sostén de lo que depende nuestra seguridad. Así que, cuando se nos quite todo eso, ¿tendremos idea de quiénes somos en realidad?
Cuando muramos lo dejaremos todo atrás, sobre todo este cuerpo al que tanto hemos apreciado, en el que tan ciegamente hemos confiado y al que con tantos esfuerzos hemos procurado mantener vivo.
En el momento de la muerte vivimos la total separación de nuestro verdadero yo inmortal de su casa temporal, es decir, del cuerpo físico. Este yo inmortal es llamado también alma o entidad. Si nos expresamos simbólicamente, podríamos comparar este yo, liberado del cuerpo terrestre, con la mariposa que ha abandona el capullo de seda. Desde el momento en que dejamos nuestro cuerpo físico nos damos cuenta de que no sentimos ya ni pánico ni miedo ni ansiedad. Nos percibimos a nosotros mismos como una entidad física integral. Siempre tenemos conciencia del lugar de la muerte, ya se trate de la habitación donde transcurrió la enfermedad, de nuestro propio dormitorio en el que tuvimos el infarto o del lugar del accidente de automóvil o avión. Reconocemos muy claramente a las personas que forman parte de un equipo de reanimación o de un grupo que intenta sacar los restos de un cuerpo del coche accidentado. Estamos capacitados para mirar todo esto a una distancia de metros sin que nuestro estado mental esté verdaderamente implicado.
Cada vez se piensa más en lo hueca y fútil que puede ser la vida cuando se funda en una falsa creencia sobre la continuidad y la permanencia. Cuando vivimos así, nos convertimos en inconscientes cadáveres vivientes.
La mayoría vivimos según un plan preestablecido. Pasamos la juventud educándonos. Luego buscamos un trabajo, conocemos a alguien, nos casamos y tenemos hijos. Compramos una casa, procuramos que nuestro negocio tenga éxito, intentamos realizar sueños, como tener una casa de campo o un segundo automóvil. Nos vamos de vacaciones con nuestras amistades. Hacemos proyectos para la jubilación. Los mayores dilemas que algunos de nosotros hemos de enfrentar son dónde pasar las próximas vacaciones o a quién invitar por Navidad. Nuestra vida es monótona, mezquina y repetitiva, desperdiciada en la persecución de lo banal, porque al parecer no conocemos nada mejor.
El ritmo de nuestra vida es tan acelerado que lo último en que se nos ocurriría pensar es en la muerte. Sofocamos nuestro miedo secreto a la impermanencia rodeándonos de más y más bienes, de más y más cosas, de más y más comodidades, hasta que nos vemos convertidos en sus esclavos. Necesitamos todo nuestro tiempo y toda nuestra energía simplemente para mantenerlos. Nuestra única finalidad en la vida pronto se convierte en conservarlo todo tan seguro y a salvo como sea posible. Cuando se produce algún cambio, buscamos el remedio más rápido, alguna solución ingeniosa y provisional. Y así, a la deriva, va pasando nuestra vida hasta que una enfermedad grave u otra calamidad nos saca de nuestro estupor.
No es que dediquemos mucho tiempo ni mucha reflexión a esta vida, tampoco. Piense en esas personas que trabajan durante años y luego tienen que retirarse, sólo para descubrir que no saben qué hacer con su vida a medida que envejecen y se acerca la muerte. Aunque mucho hablamos de ser prácticos, esto significa ser miopes, muchas veces necia o egoístamente. Nuestra miope concentración en esta vida, y sólo en esta vida, es el gran engaño, el origen del sombrío y destructivo materialismo del mundo moderno. No se habla de la muerte ni se habla de la vida tras la muerte porque se hace creer a la gente que hablar de estas cosas sólo sirve para estorbar nuestro «progreso» en el mundo.
Sin embargo, si nuestro deseo más profundo es vivir y seguir viviendo, ¿por qué insistimos ciegamente en que la muerte es el fin? ¿Por qué no intentamos al menos explorar la posibilidad de que exista una vida más allá? ¿Por qué, si somos tan pragmáticos como pretendemos, no empezamos a preguntarnos seriamente dónde está nuestro futuro real? Después de todo, solo algunos viven más de cien años. Y después de eso se extiende toda la eternidad, sin ser tenida en cuenta.
Un importante maestro del siglo XII, Drakpa Gyaltsen, dijo: «Los seres humanos se pasan la vida entera preparando, preparando, preparando... y llegan a la próxima vida sin estar preparados».
Quizá los únicos que de veras comprenden cuan preciosa es la vida son aquellos que conocen su fragilidad. Sólo hay un mensaje que dar: que nos tomemos la vida y la muerte, en serio.
Que nos tomemos la vida en serio no quiere decir que debamos pasarla toda meditando. En el mundo moderno hemos de trabajar y ganarnos la vida, pero no debemos enredarnos en una existencia sin prestar ninguna consideración al sentido profundo de la vida. Nuestra tarea consiste en encontrar un equilibrio, encontrar el camino del medio, aprender a no volcarnos en preocupaciones y actividades, sino a simplificar nuestra vida cada vez más. La clave para encontrar un equilibrio feliz en la vida moderna es la sencillez.
Esrte es el verdadero sentido de la palabra disciplina. Así pues, la disciplina consiste en hacer lo que es justo o apropiado; es decir, en una época excesivamente complicada, simplificar nuestra vida.
De allí surge la paz mental: tendrá usted más tiempo para dedicarse a las cosas del espíritu y al conocimiento que sólo la verdad espiritual puede proporcionar, y que le ayudará a afrontar la muerte.
Todos somos enviados a la Tierra para descubrir y aprender ciertas cosas. Por ejemplo, a compartir más amor, a tratarnos con más amor los unos a los otros. A descubrir que lo más importante son las relaciones humanas y el amor, y no las cosas materiales. Y a darnos cuenta de que hasta la última cosa que uno hace en su vida queda registrada, y que, aunque uno no piense en ella y la deje de lado, siempre acaba surgiendo más tarde.
Lo que hayamos hecho con nuestras vidas es lo que somos cuando morimos. Y cuenta todo, absolutamente todo.
Una de las principales razones por las que tanto nos cuesta y tanta angustia nos produce afrontar la muerte es que ignoramos la verdad de la impermanencia. Tan desesperadamente deseamos que todo siga como está que hemos de creer que las cosas siempre continuarán igual. Pero eso sólo es una ficción.
En el momento del nacimiento cada uno de nosotros ha recibido la chispa divina que procede de la fuente divina. Esto quiere decir que llevamos una parte de este origen, y gracias a ello nos sabemos inmortales.
Mucha gente empieza a comprender que el cuerpo físico no es más que una casa, un templo, como nosotros solemos llamarle, el «capullo de seda» en el que vivimos durante un cierto tiempo hasta la transición que llamamos muerte. Cuando llega la muerte abandonamos el capullo de seda y somos libres como una mariposa.
Cuando se reflexiona sobre la definición de la muerte, muy pronto se comprende que nos referimos únicamente al cuerpo físico, como si el hombre sólo fuera esa envoltura.
El hombre existe sobre el planeta Tierra desde hace 47 millones de años. Y en su forma actual, con su dimensión divina, desde hace 7 millones de años. Cada día los hombre mueren por todas parte. Y nuestra sociedad, sin embargo, no ha realizado ningún esfuerzo para estudiar la muerte y llegar a una definición actualizada y universal de la muerte humana, mientras que ha triunfado enviando hombres a la luna y logrando igualmente que regresaran sanos y salvos. ¿No resulta extraño?.
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