Por 2000 años nada ha causado más temor entre los cristianos que el infierno, un lugar destinado a castigar en las llamas a las almas perdidas por toda la eternidad. Libros, poemas y relatos lo han descrito como un fuego que no se extingue jamás, en el que los pecadores pagan sus faltas para siempre. Ha sido un pilar importante en la catequesis de la religión católica, a la par con la idea del cielo, donde las almas bondadosas alcanzan la gloria perpetua.
Por eso, la noticia de que el papa Francisco habría dicho que el infierno no existe y que las almas alejadas de Dios simplemente desaparecen causó una tormenta internacional que dejó un mar de dudas.
Ante la pregunta de qué suerte tenían al momento de la muerte aquellos pecadores impenitentes, Francisco habría contestado “ellos no son castigados. Aquellos que se arrepienten logran el perdón de Dios y toman su lugar entre las filas de quienes lo siguen. Pero los que no se arrepienten no son perdonados y desaparecen. El infierno no existe; existe la desaparición de las almas pecadoras”.
En ese contexto, la idea de abolir el infierno tenía sentido. “Gracias al cielo: ¡no hay infierno!”, titularon algunos medios internacionales que recogían el clamor de quienes se sintieron liberados de ese tormento. Pero los más conservadores pensaron que esas declaraciones iban contra la doctrina católica que establece claramente su existencia y su eternidad: “Inmediatamente después de la muerte, las almas de aquellos que mueren en estado de pecado mortal descienden al infierno, donde sufren los castigos del fuego eterno”.
En últimas, el concepto de infierno sí existe, pero no como la mayoría lo imagina. El infierno “no es un sitio, sino una situación que se vive”. Lo que propiciaría llegar a ese infierno es rechazar a Dios y no seguir las enseñanzas del evangelio: actuar de manera egoísta, avara, prepotente. En esa lógica, el cielo tampoco sería el paraíso colorido que visualizan muchos, sino un estado de amor y felicidad.
La confusión resulta normal, pues la Biblia es una construcción de figuras literarias, pero la labor de la teología, una disciplina en constante cambio, debe ir más allá de esas miradas. “La interpretación de la Biblia en la Segunda Guerra Mundial es muy diferente a la que se hace hoy”. Eso hizo el papa Juan Pablo II cuando redactó las catequesis sobre el cielo y el infierno, en las que refleja lo que la Iglesia entiende por esos dos conceptos.
Según Carlos Novoa, jesuita y doctor en teología, hay dos paradigmas: el de la vida eterna, que sería el cielo, y el de la muerte eterna, es decir, el infierno. “Si dejo invadir mi vida por el amor de Dios y vivo conforme a las enseñanzas del evangelio, su existencia permanece para siempre en la vida. La muerte eterna es optar por el mal y hacerles daño a los demás, como sucede con los que roban, matan y se guían por el egoísmo”, señala.
Al morir, sin embargo, las almas no se desprenden del cuerpo y salen volando a un sitio, sino que cada cual vive ya sea la experiencia de cielo, que sería parecido a gozar el amor y la felicidad, o la del infierno, en cuyo caso sería vivir en la soledad y la tristeza eternas. “Cuando termina la existencia aquí, quienes han estado en el amor de Jesús reciben la vida eterna, y los que no, reciben la muerte eterna y esa persona queda en soledad absoluta. Ese es el infierno”, señala Novoa.
Esos conceptos han hecho que la idea del más allá también cambie por el concepto del más acá, pues es posible empezar a vivir ambos estados en la vida terrenal. “El diablo me tienta aquí” y explica que el infierno es también aquí. El mal existe y se siente en el corazón de cada cual cuando hay sufrimiento, envidia, egoísmo, peleas de familia o arrogancia de poder. Para aclararles a los fieles este concepto, el papa Francisco encontró un ejemplo cercano en la infelicidad que viven las parejas durante una crisis matrimonial. Ese es un buen ejemplo del infierno.
Del mismo modo, es posible experimentar el cielo aquí. “Qué más paraíso que la felicidad eterna en el amor con Dios”, dice y explica que es la misma experiencia del amor de padre o madre, que es el más grande. Tampoco hay un Dios que juzga quién va para un lado y quién para el otro, porque cada cual escoge vivir sus propios cielos e infiernos. “El diablo existe. La pregunta es quién es. No el señor de cachos y rabo, sino todo lo que se aparte de Dios, en otras palabras, somos nosotros mismos”.
Y si el infierno como lugar no existe, Francisco habría querido decir que sí existe como un estado, pues “sería injusto que alguien que hace el mal quede sin castigo frente a los que hacen el bien”. Lo importante, dicen los expertos, es recordar que el cielo y el infierno empiezan aquí y que no lo hace Dios, sino cada cual. Cada individuo se condena.
Por eso, la noticia de que el papa Francisco habría dicho que el infierno no existe y que las almas alejadas de Dios simplemente desaparecen causó una tormenta internacional que dejó un mar de dudas.
Ante la pregunta de qué suerte tenían al momento de la muerte aquellos pecadores impenitentes, Francisco habría contestado “ellos no son castigados. Aquellos que se arrepienten logran el perdón de Dios y toman su lugar entre las filas de quienes lo siguen. Pero los que no se arrepienten no son perdonados y desaparecen. El infierno no existe; existe la desaparición de las almas pecadoras”.
En ese contexto, la idea de abolir el infierno tenía sentido. “Gracias al cielo: ¡no hay infierno!”, titularon algunos medios internacionales que recogían el clamor de quienes se sintieron liberados de ese tormento. Pero los más conservadores pensaron que esas declaraciones iban contra la doctrina católica que establece claramente su existencia y su eternidad: “Inmediatamente después de la muerte, las almas de aquellos que mueren en estado de pecado mortal descienden al infierno, donde sufren los castigos del fuego eterno”.
En últimas, el concepto de infierno sí existe, pero no como la mayoría lo imagina. El infierno “no es un sitio, sino una situación que se vive”. Lo que propiciaría llegar a ese infierno es rechazar a Dios y no seguir las enseñanzas del evangelio: actuar de manera egoísta, avara, prepotente. En esa lógica, el cielo tampoco sería el paraíso colorido que visualizan muchos, sino un estado de amor y felicidad.
La confusión resulta normal, pues la Biblia es una construcción de figuras literarias, pero la labor de la teología, una disciplina en constante cambio, debe ir más allá de esas miradas. “La interpretación de la Biblia en la Segunda Guerra Mundial es muy diferente a la que se hace hoy”. Eso hizo el papa Juan Pablo II cuando redactó las catequesis sobre el cielo y el infierno, en las que refleja lo que la Iglesia entiende por esos dos conceptos.
Según Carlos Novoa, jesuita y doctor en teología, hay dos paradigmas: el de la vida eterna, que sería el cielo, y el de la muerte eterna, es decir, el infierno. “Si dejo invadir mi vida por el amor de Dios y vivo conforme a las enseñanzas del evangelio, su existencia permanece para siempre en la vida. La muerte eterna es optar por el mal y hacerles daño a los demás, como sucede con los que roban, matan y se guían por el egoísmo”, señala.
Al morir, sin embargo, las almas no se desprenden del cuerpo y salen volando a un sitio, sino que cada cual vive ya sea la experiencia de cielo, que sería parecido a gozar el amor y la felicidad, o la del infierno, en cuyo caso sería vivir en la soledad y la tristeza eternas. “Cuando termina la existencia aquí, quienes han estado en el amor de Jesús reciben la vida eterna, y los que no, reciben la muerte eterna y esa persona queda en soledad absoluta. Ese es el infierno”, señala Novoa.
Esos conceptos han hecho que la idea del más allá también cambie por el concepto del más acá, pues es posible empezar a vivir ambos estados en la vida terrenal. “El diablo me tienta aquí” y explica que el infierno es también aquí. El mal existe y se siente en el corazón de cada cual cuando hay sufrimiento, envidia, egoísmo, peleas de familia o arrogancia de poder. Para aclararles a los fieles este concepto, el papa Francisco encontró un ejemplo cercano en la infelicidad que viven las parejas durante una crisis matrimonial. Ese es un buen ejemplo del infierno.
Del mismo modo, es posible experimentar el cielo aquí. “Qué más paraíso que la felicidad eterna en el amor con Dios”, dice y explica que es la misma experiencia del amor de padre o madre, que es el más grande. Tampoco hay un Dios que juzga quién va para un lado y quién para el otro, porque cada cual escoge vivir sus propios cielos e infiernos. “El diablo existe. La pregunta es quién es. No el señor de cachos y rabo, sino todo lo que se aparte de Dios, en otras palabras, somos nosotros mismos”.
Y si el infierno como lugar no existe, Francisco habría querido decir que sí existe como un estado, pues “sería injusto que alguien que hace el mal quede sin castigo frente a los que hacen el bien”. Lo importante, dicen los expertos, es recordar que el cielo y el infierno empiezan aquí y que no lo hace Dios, sino cada cual. Cada individuo se condena.