Desde nacimiento también surgen los sufrimientos de la vejez.
Esta nos roba la belleza, la salud, la figura esbelta y la fina tez, la vitalidad y el bienestar. La vejez hace que los demás nos desprecien. Nos trae dolores indeseados y nos conduce sin demora hacia la muerte.
Con el paso de los años perdemos la belleza de nuestra juventud, nuestro cuerpo fuerte y sano se debilita y es abatido por las enfermedades. La esbelta figura de que disfrutamos en nuestra juventud, bien definida y proporcionada, se va encorvando y desfigurando; los músculos y la carne se arrugan y encogen, por lo que las extremidades se vuelven como finas estacas y los huesos sobresalen. Perdemos el color y el brillo del cabello y nuestra tez pierde su fino lustre. La cara se nos llena de arrugas y nuestros rasgos se van deformando.
«¿Cómo se ponen de pie los ancianos? Se van alzando inclinados y con mucho esfuerzo, como si estuvieran sacando una estaca clavada en la tierra. ¿Cómo caminan los ancianos? Después de conseguir ponerse de pie, caminan con cautela como si cazaran pajarillos. ¿Cómo se sientan los ancianos? Se dejan caer como una pesada bolsa a la que se le rompen las asas».
Contemplemos el siguiente poema que describe los sufrimientos del envejecimiento:
«Cuando envejecemos, el cabello se nos vuelve blanco, pero no es porque nos lo hayamos lavado; es una señal de que pronto nos encontraremos con el Señor de la Muerte.
Nuestra frente se llena de arrugas, pero no es porque nos sobre carne;
es porque el Señor de la Muerte nos advierte: “Pronto vas a morir”.
Se nos caen los dientes, pero no es para que nos salgan otros nuevos; es una señal de que pronto no podremos ingerir alimentos.
Nuestros rostros se vuelven feos y grotescos, pero no es porque llevemos máscaras; es una señal de que hemos perdido la máscara de la juventud.
Nos tiembla la cabeza de lado a lado, pero no es porque estemos en desacuerdo; es porque el Señor de la Muerte nos golpea con la porra de su mano derecha.
Caminamos con el cuerpo encorvado y mirando hacia el suelo, pero no es porque busquemos agujas perdidas; es una señal de que añoramos nuestra belleza y vivimos de recuerdos.
Para ponernos de pie nos apoyamos sobre las cuatro extremidades, pero no es porque imitemos a los animales; es una señal de que nuestras piernas son demasiado débiles para soportar nuestro peso.
Al sentarnos caemos desplomados de forma repentina, pero no es porque estemos enfadados; es una señal de que nuestro cuerpo ha perdido la vitalidad.
Nos tambaleamos al andar, pero no es porque nos creamos importantes; es una señal de que nuestras piernas no pueden sostener nuestro cuerpo.
Nos tiemblan las manos, pero no es porque estemos ansiosos por robar; es una señal de que el Señor de la Muerte, con sus dedos ávidos, se apropia de nuestras posesiones.
Nos alimentamos con muy poco, pero no es porque seamos mezquinos; es una señal de que no podemos digerir los alimentos.
Jadeamos al respirar, pero no es porque susurremos mantras al oído de un enfermo; es una señal de que nuestra respiración pronto cesará».
Cuando somos jóvenes podemos viajar por todo el mundo, pero al envejecer no somos capaces ni de cruzar la calle en que vivimos. No tenemos energía para emprender muchas actividades mundanas y a menudo hemos de restringir nuestras prácticas espirituales. Por ejemplo, disponemos de poca vitalidad para realizar acciones virtuosas y nos cuesta recordar las enseñanzas, contemplarlas o meditar en ellas. No podemos asistir a los cursos espirituales que se imparten en lugares de difícil acceso o carecen de comodidades. No podemos ayudar a los demás si para ello se requiere fuerza física y buena salud. Limitaciones como estas son las que tanto entristecen a los ancianos.
Al envejecer vamos perdiendo la vista y nos volvemos sordos. No podemos ver con claridad y cada vez necesitamos gafas con cristales más gruesos hasta que ni siquiera con ellas podemos leer. Nos volvemos duros de oído y no podemos escuchar música ni oír la televisión o lo que nos dicen los demás con claridad. Perdemos la memoria y cada vez nos cuesta más realizar nuestras actividades, ya sean mundanas o espirituales. Si meditamos, nos cuesta más alcanzar realizaciones porque nuestra memoria y concentración son muy débiles, y nos resulta difícil estudiar. Por lo tanto, si durante la juventud no nos adiestramos en las prácticas espirituales, lo único que podremos hacer en nuestra vejez será arrepentirnos de ello y esperar la visita del Señor de la Muerte.
Cuando somos viejos no podemos obtener el mismo placer que antes de las cosas que nos gustan, como los alimentos, las bebidas o las relaciones sexuales. Nos sentimos demasiado débiles para practicar juegos y deportes, y a menudo estamos tan cansados que no podemos disfrutar de ninguna diversión. A medida que nuestra edad avanza, no podemos participar en las actividades de los jóvenes. Cuando se van de viaje, nos tenemos que quedar atrás. Nadie quiere llevarnos consigo ni visitarnos. Ni siquiera nuestros nietos desean pasar mucho tiempo con nosotros. A menudo, los ancianos piensan: «¡Qué maravilloso sería si estuviera rodeado de gente joven! Podríamos ir de paseo y les enseñaría tantas cosas...», pero los jóvenes no quieren incluirlos en sus planes. Cuando la vida les llega a su fin, los ancianos sienten el dolor de la soledad y el abandono.
Hay muchos sufrimientos propios de la vejez.
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