jueves, 12 de noviembre de 2015

EL EGO EN EL CAMINO ESPIRITUAL

Si emprendemos el camino espiritual es para terminar con la grotesca tiranía del ego, pero la capacidad que éste posee para encontrar recursos es casi infinita y en cada etapa es capaz de sabotear y abatir nuestro deseo de vernos libres de él. La verdad es sencilla, y las enseñanzas son muy claras, pero en cuanto empiezan a influir en nosotros y a motivarnos, el ego intenta complicarlas porque sabe que lo amenazan en lo más fundamental.

Al principio, cuando empezamos a sentirnos fascinados por el camino espiritual y todas sus posibilidades, hasta es posible que el ego nos aliente: «Esto es maravilloso. ¡Es justo lo que te conviene! ¡Esta enseñanza es muy sensata!».

Luego, cuando decimos que queremos probar la práctica de la meditación o hacer un retiro, el ego canturrea: «¡Qué gran idea! Yo también iré contigo. Los dos podemos aprender algo». Durante el periodo de luna de miel de nuestro desarrollo espiritual, el ego no cesará de estimularnos: «Es maravilloso. Qué sorprendente, qué enriquecedor...».

Pero en cuanto entramos en el periodo en que las enseñanzas empiezan a hacernos profundo efecto, es inevitable que nos veamos cara a cara con la verdad de nosotros mismos. Cuando el ego queda al descubierto, se le pone el dedo en la llaga, comienzan surgir toda clase de problemas. Es como si nos pusieran delante un espejo del que no podemos apartar los ojos. El espejo está absolutamente limpio, pero en él hay un rostro feo e iracundo que nos devuelve la mirada: el nuestro propio. Empezamos a rebelarnos, porque nos disgusta lo que vemos; incluso es posible que nos volvamos contra el espejo y lo rompamos en pedazos, pero sólo conseguiremos que haya cientos de caras feas que siguen mirándonos. Cuando llega ese momento, nos enfurecemos y protestamos amargamente; ¿y dónde está nuestro ego? Montando guardia fielmente a nuestro lado, azuzándonos: «Tienes toda la razón, esto es indignante e insoportable. ¡No tienes por qué aguantarlo!». Y mientras lo escuchamos cautivados, el yo sigue conjurando todo tipo de dudas y desvarios emocionales, arrojando leña al fuego: «¿Todavía no te das cuenta de que esta enseñanza no es para ti? ¡Ya te lo había dicho! ¿No ves que este maestro no te conviene? Después de todo, eres una persona occidental moderna, inteligente y culta, y las doctrinas exóticas como el zen, el sufismo, la meditación y el budismo tibetano pertenecen a otras culturas. ¿De qué puede servirte a ti una filosofía que nació en el Himalaya hace más de mil años?».

Mientras el yo contempla regocijado cómo nos vamos enredando cada vez más en su telaraña, aprovechará el dolor, la soledad y las dificultades que sufrimos cuando empezamos a conocernos a nosotros mismos, para culpar a las enseñanzas e incluso al maestro: «A estos gurús no les importa nada lo que pueda pasarte. Sólo quieren explotarte. Utilizan palabras como "compasión" y "devoción" para que caigas en su poder...».

El ego es tan inteligente que puede retorcer las enseñanzas para sus propios fines; después de todo, «el diablo puede citar las escrituras para su provecho». El arma suprema del ego consiste en señalar hipócritamente con el dedo al maestro y sus seguidores y denunciarlos: «¡Por lo que se ve, aquí no hay nadie que viva siguiendo la verdad de las enseñanzas!». De esta manera, el ego se erige en arbitro virtuoso de todo comportamiento, la posición más astuta para minar toda la confianza y erosionar toda la dedicación al cambio espiritual que pueda uno tener.

Sin embargo, por mucho que se esfuerce el ego en sabotear el camino espiritual, si nos mantenemos firmes en él y trabajamos a fondo en la práctica de la meditación, poco a poco , iremos descubriendo lo embaucados que estábamos con las promesas del ego, sus falsas esperanzas y sus falsos temores.
Poco a poco comenzamos a comprender que tanto la esperanza como el temor son enemigos de nuestra paz mental: las esperanzas nos engañan y nos dejan vacíos y decepcionados, y los temores nos paralizan en la estrecha celda de nuestra falsa identidad.
Asimismo, vamos viendo cuan absoluto ha sido el dominio del ego sobre nuestra mente, y, en el espacio de libertad abierto por la meditación, cuando nos encontramos momentáneamente liberados del aferramiento, vislumbramos la vivificante espaciosidad de nuestra verdadera naturaleza.

Advertimos que el ego, a la manera de un timador chiflado, nos ha estado estafando durante muchos años con proyectos, planes y promesas que nunca han sido reales y sólo nos han llevado a la quiebra interior. Cuando en la ecuanimidad de la meditación nos damos cuenta de ello, sin ningún consuelo ni deseo de ocultar lo que hemos descubierto, todos los planes y proyectos se revelan vanos y empiezan a desmoronarse.

Este no es un proceso puramente destructivo, porque junto a una constatación muy precisa y a veces dolorosa de la naturaleza fraudulenta y casi criminal del ego, del suyo y del de todo el mundo, se desarrollan una sensación de amplitud interior, un conocimiento directo de la «ausencia de ego» y la interdependencia de todas las cosas, y ese humor vivo y generoso que es el rasgo característico de la libertad.



Libro tibetano de la vida y de la muerte.

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