En
el inicio del sendero, las cosas nunca están claras en uno. Todo permanece
turbio, confuso y con dudas, tal como lo experimenta permanentemente el hombre
común como algo habitual. Entonces, el camino se hace duro porque nosotros
estamos duros, rígidos con nosotros mismos y, por lo tanto, también con los
que nos rodean, con la sociedad toda, con la humanidad.
Somos
desconocidos de nosotros mismos y, al desconocernos, cargamos con millones de
contagios y creencias de nuestro entorno, que en su mayoría no nos pertenecen
y nos confunden a tal punto, que llegamos a creer que “somos eso” que nos hemos
contagiado. Para ampliar nuestra confusión, “eso que no somos”, emite
opiniones acerca de tal o cual cosa y éstas modifican nuestra realidad según
esos valores que no nos pertenecen o –peor aún– tomando finalmente decisiones
incluso por nosotros, que no se ajustan a la realidad de nuestro verdadero ser.
Raramente nos encontramos flexibles y
abiertos al cambio, a la transformación Interior. El yo6 cree estar de vuelta de todo y levanta su
autoestima en pos de algo que presiente pero que muy poco comprende y, mucho
menos, vive. En esto radica un grave peligro. La enseñanza no es para leerla,
es para vivirla. Y esto no significa que la lectura no sea importantísima sino
que debemos comprender que por sobre todas las cosas, la enseñanza es para
aplicarla a nuestro diario vivir, para experimentarla en lo cotidiano y no para
coquetear con ella.
En verdad, cuando iniciamos el sendero de la mano de un Maestro verdadero,
no tenemos absolutamente la menor idea de lo que estamos por vivir, por
experimentar. Aunque nuestro ego se crea muy avanzado y con mucho trabajo
interior realizado, está aún dormido y ciego a la nueva dimensión a la que
nos invita el Maestro.
Cuando iniciamos el sendero junto al Maestro, no tenemos la menor
idea de adónde enfocará y cuál será su próxima lección, pues ellos enseñan a
través de la vida cotidiana. Por aquel tiempo, una pésima actitud interior
estaba permanentemente presente en nosotros. Muy pocos nos dábamos cuenta y
tomábamos conciencia de que, para que verdaderamente pudiéramos evolucionar,
debíamos abrirnos al cambio, a la transformación.
Debíamos ser flexibles y a la vez disciplinados. Ésta era la clave
para con nosotros mismos. Había que lograr estar en permanente “atención”
volcada hacia uno mismo durante el mayor tiempo posible del día; ésa fue la
primera consigna que el Maestro me dio personalmente y que hasta el día de hoy
sigue y seguirá siendo la primera prioridad. La denominé para mí mismo Atenta Observación volcada hacia lo que pensamos, sentimos, decimos y hacemos.
El
“trabajo interno” propiamente dicho, debía estar siempre en primera instancia.
Esto implicaba estar enfocado en la auto-observación de sí por sobre todas
las cosas, sin condenar y sin justificar nada de lo observado: sólo
observando. El Maestro nos enseñaba que, a medida que se desarrollaba la libre
observación, ésta operaba expandiendo la conciencia y ajustando la acción
posterior derivada de ella. Así pues, la acción alineada a nuestra alma surge
como una consecuencia de la propia expansión de conciencia alcanzada por la
autoobservación.
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