Si emprendemos el
camino espiritual es para terminar con la grotesca tiranía del ego, pero la
capacidad que éste posee para encontrar recursos es casi infinita y en cada
etapa es capaz de sabotear y abatir nuestro deseo de vernos libres de él. La
verdad es sencilla, y las enseñanzas son muy claras, pero en cuanto empiezan a
influir en nosotros y a motivarnos, el ego intenta complicarlas porque sabe que
lo amenazan en lo más fundamental.
Al principio, cuando
empezamos a sentirnos fascinados por el camino espiritual y todas sus
posibilidades, hasta es posible que el ego nos aliente: «Esto es maravilloso.
¡Es justo lo que te conviene! ¡Esta enseñanza es muy sensata!».
Luego, cuando
decimos que queremos probar la práctica de la meditación o hacer un retiro,
el ego canturrea: «¡Qué gran idea! Yo también iré contigo. Los dos podemos
aprender algo». Durante el periodo de luna de miel de nuestro desarrollo
espiritual, el ego no cesará de estimularnos: «Es maravilloso. Qué
sorprendente, qué enriquecedor...».
Pero en cuanto
entramos en el periodo en que las enseñanzas empiezan a hacernos profundo
efecto, es inevitable que nos veamos cara a cara con la verdad de nosotros
mismos. Cuando el ego queda al descubierto, se le pone el dedo en la llaga,
comienzan surgir toda clase de problemas. Es como si nos pusieran delante un
espejo del que no podemos apartar los ojos. El espejo está absolutamente
limpio, pero en él hay un rostro feo e iracundo que nos devuelve la mirada: el
nuestro propio. Empezamos a rebelarnos, porque nos disgusta lo que vemos;
incluso es posible que nos volvamos contra el espejo y lo rompamos en pedazos,
pero sólo conseguiremos que haya cientos de caras feas que siguen mirándonos.
Cuando llega ese momento, nos enfurecemos y protestamos amargamente; ¿y dónde
está nuestro ego? Montando guardia fielmente a nuestro lado, azuzándonos:
«Tienes toda la razón, esto es indignante e insoportable. ¡No tienes por qué
aguantarlo!». Y mientras lo escuchamos cautivados, el yo sigue conjurando todo
tipo de dudas y desvarios emocionales, arrojando leña al fuego: «¿Todavía no
te das cuenta de que esta enseñanza no es para ti? ¡Ya te lo había dicho! ¿No
ves que este maestro no te conviene? Después de todo, eres una persona
occidental moderna, inteligente y culta, y las doctrinas exóticas como el zen,
el sufismo, la meditación y el budismo tibetano pertenecen a otras culturas.
¿De qué puede servirte a ti una filosofía que nació en el Himalaya hace más
de mil años?».
Mientras el yo
contempla regocijado cómo nos vamos enredando cada vez más en su telaraña,
aprovechará el dolor, la soledad y las dificultades que sufrimos cuando
empezamos a conocernos a nosotros mismos, para culpar a las enseñanzas e
incluso al maestro: «A estos gurús no les importa nada lo que pueda pasarte.
Sólo quieren explotarte. Utilizan palabras como "compasión" y
"devoción" para que caigas en su poder...».
El ego es tan
inteligente que puede retorcer las enseñanzas para sus propios fines; después
de todo, «el diablo puede citar las escrituras para su provecho». El arma
suprema del ego consiste en señalar hipócritamente con el dedo al maestro y
sus seguidores y denunciarlos: «¡Por lo que se ve, aquí no hay nadie que viva
siguiendo la verdad de las enseñanzas!». De esta manera, el ego se erige en
arbitro virtuoso de todo comportamiento, la posición más astuta para minar
toda la confianza y erosionar toda la dedicación al cambio espiritual que
pueda uno tener.
Sin embargo, por
mucho que se esfuerce el ego en sabotear el camino espiritual, si nos
mantenemos firmes en él y trabajamos a fondo en la práctica de la
meditación, poco a poco , iremos descubriendo lo embaucados que estábamos con
las promesas del ego, sus falsas esperanzas y sus falsos temores.
Poco a poco
comenzamos a comprender que tanto la esperanza como el temor son enemigos de
nuestra paz mental: las esperanzas nos engañan y nos dejan vacíos y
decepcionados, y los temores nos paralizan en la estrecha celda de nuestra
falsa identidad.
Asimismo, vamos
viendo cuan absoluto ha sido el dominio del ego sobre nuestra mente, y, en el
espacio de libertad abierto por la meditación, cuando nos encontramos
momentáneamente liberados del aferramiento, vislumbramos la vivificante
espaciosidad de nuestra verdadera naturaleza.
Advertimos que el
ego, a la manera de un timador chiflado, nos ha estado estafando durante muchos
años con proyectos, planes y promesas que nunca han sido reales y sólo nos
han llevado a la quiebra interior. Cuando en la ecuanimidad de la meditación nos
damos cuenta de ello, sin ningún consuelo ni deseo de ocultar lo que hemos
descubierto, todos los planes y proyectos se revelan vanos y empiezan a
desmoronarse.
Este no es un
proceso puramente destructivo, porque junto a una constatación muy precisa y a
veces dolorosa de la naturaleza fraudulenta y casi criminal del ego, del suyo y
del de todo el mundo, se desarrollan una sensación de amplitud interior, un
conocimiento directo de la «ausencia de ego» y la interdependencia de todas las
cosas, y ese humor vivo y generoso que es el rasgo característico de la
libertad.
Libro tibetano de la
vida y de la muerte.