miércoles, 1 de abril de 2015

PORQUE JESUS LAVO LOS PIES A SUS APOSTOLES?

Después de beber la primera copa de la Pascua, era costumbre judía que el anfitrión se levantara de la mesa y se lavara las manos. En el transcurso de la comida y después de la segunda copa, todos los invitados se levantaban igualmente y se lavaban las manos.

Puesto que los apóstoles sabían que su Maestro nunca guardaba estos ritos de lavado ceremonial de las manos, tenían mucha curiosidad por saber qué se proponía hacer después de que hubieran compartido esta primera copa. Jesús se levantó de la mesa y se dirigió silenciosamente hacia cerca de la puerta, donde habían sido colocados los cántaros de agua, las palanganas y las toallas. Y su curiosidad se transformó en asombro cuando vieron que el Maestro se quitaba su manto, se ceñía una toalla y empezaba a echar agua en una de las palanganas para los pies. Imaginad la sorpresa de estos doce hombres, que se habían negado tan recientemente a lavarse los pies unos a otros, y que se habían enredado en disputas indecentes acerca de los lugares de honor en la mesa, cuando le vieron rodear el extremo libre de la mesa hasta llegar al asiento más bajo del festín, donde Simón Pedro estaba recostado, y arrodillándose como si fuera un criado, se preparó para lavar los pies de Simón. Cuando el Maestro se arrodilló, los doce se levantaron como un solo hombre; incluso el traidor Judas olvidó por un momento su infamia hasta el punto de que se levantó con sus compañeros apóstoles en esta expresión de sorpresa, de respecto y de asombro total.

Allí estaba de pie Simón Pedro, bajando la mirada hacia el rostro alzado de su Maestro. Jesús no dijo nada; no era necesario que hablara. Su actitud revelaba claramente que tenía la intención de lavar los pies de Simón Pedro. A pesar de sus debilidades humanas, Pedro amaba al Maestro. Este pescador galileo fue el primer ser humano que creyó de todo corazón en la divinidad de Jesús y que confesó plena y públicamente esta creencia. Y desde entonces, Pedro nunca había dudado realmente de la naturaleza divina del Maestro. Puesto que Pedro veneraba y honraba así a Jesús en su corazón, no es de extrañar que a su alma le molestara la idea de que Jesús estuviera arrodillado allí delante de él como un vulgar criado, con el propósito de lavarle los pies como lo hubiera hecho un esclavo. Cuando Pedro recuperó las suficientes facultades como para dirigirse al Maestro, expresó los sentimientos internos de todos sus compañeros apóstoles.

Después de unos momentos de gran desconcierto, Pedro dijo: “Maestro, ¿tienes realmente la intención de lavarme los pies?” Entonces, levantando la mirada hacia la cara de Pedro, Jesús dijo: “Quizás no comprendes plenamente lo que estoy a punto de hacer, pero más adelante conocerás el significado de todas estas cosas.” Entonces, Simón Pedro respiró profundamente y dijo: “Maestro, ¡nunca me lavarás los pies!” Y cada uno de los apóstoles aprobó con la cabeza la firme declaración de Pedro de negarse a permitir que Jesús se humillara de esta manera delante de ellos.

El atractivo dramático de esta escena insólita al principio conmovió incluso el corazón de Judas Iscariote; pero cuando su intelecto vanidoso juzgó el espectáculo, concluyó que este gesto de humildad era simplemente un episodio más que probaba de manera concluyente que Jesús nunca estaría cualificado para ser el libertador de Israel, y que él, Judas, no había cometido un error al decidir abandonar la causa del Maestro.

Mientras todos permanecían allí de pie sin aliento por el asombro, Jesús dijo: “Pedro, te aseguro que si no te lavo los pies, no participarás conmigo en lo que estoy a punto de realizar.” Cuando Pedro escuchó esta declaración, unida al hecho de que Jesús continuaba arrodillado allí a sus pies, tomó una de esas decisiones de sumisión ciega consistente en obedecer el deseo de aquel a quien respetaba y amaba. Cuando Simón Pedro empezó a darse cuenta de que este acto de servicio propuesto comportaba algún significado que determinaría la unión futura del interesado con la obra del Maestro, no solamente admitió la idea de permitir que Jesús le lavara los pies, sino que con su manera de ser característica e impetuosa, dijo: “Entonces, Maestro, no me laves solamente los pies, sino también las manos y la cabeza.”

Mientras el Maestro se preparaba para empezar a lavar los pies de Pedro, dijo: “El que ya está limpio, sólo necesita que le laven los pies. Vosotros que estáis sentados conmigo esta noche, estáis limpios —pero no todos. Pero el polvo de vuestros pies debería haberse lavado antes de sentaros a comer conmigo. Además, quisiera hacer este servicio por vosotros como una parábola, para ilustrar el significado de un nuevo mandamiento que pronto os daré.”
De la misma manera, el Maestro se desplazó alrededor de la mesa, en silencio, lavando los pies de sus doce apóstoles, sin excluir siquiera a Judas. Cuando Jesús hubo terminado de lavar los pies de los doce, se puso su manto, volvió a su asiento de anfitrión, y después de examinar a sus apóstoles desconcertados, dijo:

“¿Comprendéis realmente lo que os he hecho? Me llamáis Maestro, y decís bien, porque lo soy. Así pues, si el Maestro os ha lavado los pies, ¿por qué no estabais dispuestos a lavaros los pies los unos a los otros? ¿Qué lección deberíais aprender de esta parábola en la que el Maestro hace tan gustosamente el servicio que sus hermanos eran reacios a hacerse los unos a los otros? En verdad, en verdad os lo digo: Un servidor no es más grande que su señor; ni el enviado es más grande que aquel que lo envía. Habéis visto en mi vida entre vosotros cómo se ha de servir, y benditos sean los que tengan el coraje misericordioso de servir así.

Pero, ¿por qué sois tan lentos en aprender que el secreto de la grandeza en el reino espiritual no se parece a los métodos de poder del mundo material?

“Cuando entré esta noche en esta sala, no os contentábais con negaros orgullosamente a lavaros los pies los unos a los otros, sino que también teníais que discutir entre vosotros sobre quiénes ocuparían los lugares de honor en mi mesa. Esos honores los buscan los fariseos y los hijos de este mundo, pero no debería ser así entre los embajadores del reino celestial. ¿No sabéis que en mi mesa no puede haber ningún lugar de preferencia? ¿No comprendéis que amo a cada uno de vosotros como a los demás? ¿No sabéis que el asiento más cercano a mí, considerado como un honor por los hombres, no significa nada en lo que respecta a vuestra posición en el reino de los cielos? Sabéis que los reyes de los gentiles tienen el dominio sobre sus súbditos, y que a veces se les llama benefactores a los que ejercen esta autoridad. Pero no será así en el reino de los cielos. El que quiera ser grande entre vosotros, que se vuelva como el más joven; y el que quiera ser jefe, que se convierta en el que sirve. ¿Quién es más grande, el que se sienta a comer, o el que sirve? ¿No se considera generalmente que el que se sienta a comer es el más grande? Pero observaréis que estoy entre vosotros como alguien que sirve. Si estáis dispuestos a ser compañeros míos en el servicio para hacer la voluntad del Padre, os sentaréis conmigo con poder en el reino venidero, haciendo sin cesar la voluntad del Padre en la gloria futura.”

Cuando Jesús hubo terminado de hablar, los gemelos Alfeo trajeron el pan y el vino, con las hierbas amargas y la pasta de frutos secos, que componían el plato siguiente de la Última Cena.


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