Mi muerte
Debí adormecerme de
nuevo, pero no por mucho tiempo, porque el reloj parecía marcar todavía las
nueve treinta. Luego, de pronto, me desperté con una sensación extrañísima.
De alguna forma, mis instintos me avisaban de un peligro inminente. Miré la
habitación en torno mío. La puerta aparecía semicerrada. La pequeña
bombilla sobre el lavabo, al lado de la puerta, seguía encendida. Me sentí
presa de un estado de alerta y de un temor que iba en aumento. Mis sentidos me
decían que me hallaba sola y podía comprobar que mi cuerpo se encontraba cada
vez más débil.
Traté de alcanzar
el cordón que colgaba cerca de la cama, en un intento de avisar a la
enfermera. Pero, por mucho que lo intentaba, no lograba moverme. Experimenté
una terrible sensación de hundimiento, como si las últimas gotas de mi sangre
estuvieran siendo drenadas de mi cuerpo. Oí un leve zumbido en la cabeza y me
hundí cada vez más, hasta que sentí mi cuerpo inmóvil y sin vida.
Luego, una oleada de
energía me recorrió. Era casi como si experimentara una descarga o
desprendimiento en mi interior y mi espíritu salió repentinamente de mi pecho
y se elevó hacia lo alto, como atraído por un imán gigante. Mi primera
impresión fue de libertad. No había nada antinatural en la experiencia. Me
encontraba por encima de la cama, suspendida cerca del techo. La sensación de
libertad no tenía límites y parecía que siempre había estado así. Giré y
vi un cuerpo que yacía sobre la cama. Sentí curiosidad por saber quién era
e, inmediatamente, empecé a descender hacia él. Mi experiencia como enfermera
diplomada me había familiarizado con el aspecto de los cuerpos muertos y, al
acercarme a su rostro, en seguida me di cuenta que estaba sin vida. Y luego
supe que el cuerpo era el mío. Aquel cuerpo sobre la cama era el mío.
No me sorprendí ni
me asusté; sólo sentí cierta simpatía por él. Parecía más joven y más
bonito de lo que yo recordaba y ahora estaba muerto. Era como si me hubiese
quitado una prenda usada y la hubiese dejado de lado para siempre, cosa triste
porque todavía era buen, aún se le podía dar mucho uso. Hasta aquel momento
nunca me había contemplado en tres dimensiones; sólo me había mirado en
espejos y superficies planas. Pero los ojos del espíritu ven más dimensiones
que los ojos del cuerpo mortal. Contemplé mi cuerpo desde todos los ángulos a
la vez: por delante, por atrás y por los lados. Vi aspectos de mis facciones
que nunca antes había conocido y que hacían más plena y completa mi
perspectiva. Tal vez se debiera a ello que en un principio no me reconociera.
Mi cuerpo actual era
ingrávido y extremadamente móvil, me fascinaba mi nueva existencia. Tan sólo
unos momentos antes aún sentía el dolor de la operación, pero ahora no
experimenta incomodidad alguna. Estaba entera en todos los sentidos; perfecta. Y
pensé: “Así soy en realidad”.
Presté atención al
cuerpo. Sabía que nadie se había percatado de mi muerte y sentí la necesidad
de decírselo a alguien. “¡Estoy muerta –pensé- y aquí nadie lo sabe!” Pero,
antes de que pudiera moverme, tres hombres aparecieron de súbito a mi lado.
Vestían hermosos hábitos color castaño claro y uno de ellos llevaba la parte
posterior de su cabeza cubierta por un capuchón. Los tres ceñían el talle
con cinturones trenzados en oro que colgaban por los extremos. Emanaban una
especie de resplandor no especialmente fuerte, y entonces aprecié que mi
propio cuerpo despedía una suave luminiscencia y que la luz se había fundido
en torno nuestro. No sentía miedo.
Los hombres
parecían tener unos setenta y ochenta años, pero intuía que la medida de su
tiempo era distinta a la terrena. Pronto comprendí que eran mucho mayores de
los setenta y ochenta años aparentes; que eran ancestrales. Percibía gran
espiritualidad, conocimiento y sabiduría en ellos. Creo que se me aparecieron
vestidos con hábitos para evocar la sensación de esas virtudes. Empecé a
considerarles como monjes –sobre todo debido a sus hábitos- y sabía que
podía confiar en ellos. Entonces me hablaron.
Habían estado
conmigo durante “eternidades”, dijeron. No acababa de entenderlos; ya me
costaba concebir la idea de una eternidad, eternidades era excesivo. Para mí,
la eternidad se situaba siempre en el futuro, pero aquellos seres dijeron que
habían estado conmigo durante eternidades, en el pasado. Esto era más
difícil de comprender. Entonces empecé a visualizar imágenes mentales de un
tiempo muy lejano, de una existencia previa a mi vida en la tierra, de mi
relación con esos hombres “antes”. Cuando aquellas escenas se desplegaron en
mi mente supe que verdaderamente nos conocíamos durante “eternidades”. Me
excité. El hecho de una vida anterior a la terrenal cristalizó en mi mente y
comprendí que, en realidad, la muerte era un “renacimiento” a una vida
superior, capaz de un entendimiento y unos conocimientos que abarcaban tanto el
futuro como el pasado.
Y supe que aquellos
eran mis mejores amigos en esa vida superior y que habían elegido estar
conmigo. Me explicaron que ellos junto con otros, habían sido mis ángeles de
la guarda durante mi vida en la tierra. Pero sentía que los tres eran
especiales, que eran también mis “ángeles custodios”.
Dijeron que yo
había muerto prematuramente. De algún modo, me comunicaron una sensación de
paz y me pidieron que no me preocupara, que todo iría bien. Al percibir
aquella sensación, sentí su profundo amor y su interés. Aquellas impresiones
y otros pensamientos me eran comunicados de espíritu a espíritu, de
inteligencia a inteligencia. En un principio creí que usaban palabras, pero
era porque estaba acostumbrada a que la gente “hable”. Ellos se comunicaban con
mucha más rapidez y plenitud, de un modo al que se referían como
“conocimiento puro”.
La palabra más
afín que tenemos para definirlo es telepatía, pero ella tampoco describe el
proceso entero. Yo sentí sus emociones y sus intenciones. Sentía su amor.
Experimentaba sus sentimientos. Y eso me llenaba de alegría, porque me
querían mucho. Mi lenguaje anterior, el lenguaje de mi cuerpo, resultaba
verdaderamente limitado y descubrí que mi anterior capacidad para expresar
sentimientos era casi inexistente, comparada con aquella aptitud del espíritu
para comunicarse de esa forma pura.
Había muchas cosas
que querían compartir conmigo y que yo deseaba compartir con ellos, pero todos
sabíamos que en aquel momento otro asunto tenía prioridad. De repente
recordé a mi marido y a mis hijos y me preocupó de qué forma les afectaría
mi muerte. ¿Cómo cuidaría mi marido de seis niños? ¿Cómo se desenvolverían
ellos sin mí? Tenía verdadera necesidad de verles otra vez, al menos para
calmar mis propias preocupaciones.
Mi único
pensamiento fue abandonar el hospital y reunirme con mi familia. Tras tantos
años deseando una familia, esforzándome por mantenerla unida y ahora temía
perderla. O, quizá, temía que ellos me perdiera a mí.
Inmediatamente
empecé a buscar una salida y reparé en la venta. La atravesé rápidamente y
salí al exterior. Pronto aprendería que no me hacía falta utilizar una
ventana, que podía haber salido de la habitación por un punto cualquiera. Fue
sólo la supervivencia de los pensamientos (y, por lo tanto, limitaciones)
mortales lo que me impulsó a usar la ventana. Se me ocurrió que me encontraba
en “modalidad lenta”, puesto que aún pensaba en términos de cuerpo físico
cuando, de hecho, mi cuerpo espiritual podía atravesar cualquier superficie
antes infranqueable para mí. La ventana estuvo cerrada en todo momento.
Mi viaje hacia casa
fue borroso. Ahora que sabía que podía hacerlo, empecé a desplazarme a una
velocidad tremenda y sólo era vagamente consciente de los árboles que se
precipitaban debajo de mí. No tomé decisiones, no me di instrucciones, sólo
pensé en mi hogar y supe que me dirigía hacia allí. Al cabo de un momento me
encontraba delante de casa y entraba en la sala de estar.
Vi a mi marido, que
leía el periódico sentado en su sillón. Vi a mis hijos, que corrían
escaleras arriba y abajo, y supe que se preparaban para dormir. Dos de ellos
estaban enzarzados en un batalla de almohadas, como acostumbraban hacer a la
hora de acostarse. No deseaba comunicarme con ellos, aunque me preocupaban sus
vidas sin mí. Mientras les observaba individualmente, una especie de adelanto
de lo que les sucedería se proyectó en mi mente y me permitió ver sus vidas
futuras. Llegué a saber que mis hijos se encontraban en la tierra para
adquirir su propia experiencia que me había equivocado al considerarles
“míos”.
Eran espíritus
individuales, lo mismo que yo, con una inteligencia ya desarrollada antes de su
vida terrena. Cada uno de ellos disponía de su libre albedrío para vivir su
vida como deseaba. Sabía que el libre albedrío no es sería negado. Tan sólo
les habían puesto bajo mi tutela. Aunque ya no las recuerde, supe que mis
hijos tenías sus propias “agendas” en la vida y que, después de cumplirlas,
su estancia terrenal también terminaría. Vi de antemano algunos de sus
problemas y dificultades, pero sabía que serían precisos para su evolución.
No había necesidad de temor ni de tristeza. Al final, ellos estarían bien y
sabía que sólo transcurriría un breve instante antes de encontrarnos todos
juntos de nuevo. Nadaba en un mar de serenidad. Mi marido y mis hijos amados,
esta familia que durante tanto tiempo había ansiado, estarían bien. Sabía
que seguirían adelante, de modo que yo también podía hacerlo.
Me sentía
agradecida por aquel entendimiento e intuía que se me permitía alcanzarlo
para que fuera más fácil mi transición por la muerte.
Ahora me llenaba el
deseo de proseguir mi propia existencia y conocer todo lo que me aguardaba. Fui
otra vez atraída hacia el hospital, pero no recuerdo el recorrido pareció
suceder de forma instantánea. Vi mi cuerpo que todavía yacía en la cama, casi
un metro por debajo de mí y ligeramente a la izquierda. Mis tres amigos
seguían allí, me esperaba. Volví a sentir su amor y la alegría que
experimentaban al ayudarme.
Mientras su amor me
colmaba supe, de alguna manera, que había llegado el momento de seguir
adelante. También supe que mis queridos amigos, los monjes, no irían conmigo.
Empecé a percibir
algo parecido a una ráfaga.
El túnel
Cuando se está en
presencia de una energía grandiosa, se sabe. Yo lo sabía. Un profundo sonido
atronador empezó a invadir la habitación. Percibía la fuerza oculta tras
él, un movimiento que parecía implacable. Pero, aunque el sonido y la fuerza
fueran terribles, volví a sentirme invadida por una sensación placentera,
casi hipnótica. Oí el redoble de distantes campanas que repiqueteaban a lo
lejos, un sonido hermoso que nunca olvidaré. Mi ser empezó a verse envuelto
en oscuridad. La cama, la luz, junto a la puerta y la habitación entera
parecían apagarse y, de inmediato, me vi suavemente atraída hacia lo alto,
hacia el torbellino de una gran masa negra.
Me sentí engullida
por un enorme tornado. No podía ver nada más que la densa oscuridad, casi
tangible. La oscuridad era más que la falta de luz; era una espesa negrura
distinta a cualquier cosa previamente conocida. El sentido común me decía que
debería estar aterrorizada, que todos los fantasmas de mi juventud deberían
haber resucitado, pero en el interior de aquella masa negra experimentaba una
sensación de calma y bienestar profundamente placentera. Sentí que avanzaba a
través de ella y el sonido voraginoso se fue apagando.
Me encontraba en
posición reclinad, me desplazaba con los pies hacia delante y la cabeza
levemente alzada. La velocidad llegó a ser tan increíble que ni años luz
serían capaces de medirla. Pero también la paz y la tranquilidad aumentaron y
sentía que podía permanecer en aquel estado maravilloso para siempre y sabía
que, si yo lo deseaba, así sería.
Advertí que había
otras personas y también animales que viajaban conmigo, aunque a cierta
distancia. No podía verles pero intuía que su experiencia era similar a la
mía. No percibía lazo personal alguno con ellos y sabía que no suponían
ninguna amenaza, de modo que pronto me olvidé de ellos. Sí que noté, sin
embargo, que algunos no avanzaban como yo sino que se quedaban en la negrura
prodigiosa. No deseaban o, sencillamente, no sabían cómo proseguir. Pero no
había nada que temer.
Experimenté una
sensación balsámica. Aquella masa de alegre torbellino estaba colmada de
amor, yo me hundí en la profundidad de su negrura y su calor y me regocijé en
mi paz y en esa seguridad. Pensé: “Debe de ser aquí donde se encuentra el
valle de la sombra de la muerte”.
Nunca en la vida
había sentido mayor serenidad.
En un abrazo de luz
Vi un puntito de luz
en la distancia. La masa negra que me rodeaba empezó a adquirir la forma de un
túnel, yo lo atravesaba a una velocidad aún mayor y me precipitaba hacia la
luz. Me sentía instintivamente atraída hacia ella, aunque sabía de nuevo que
otros podrían no serlo. Al acercarme percibí en su centro la figura de un
hombre de pie que irradiaba luz a su alrededor.
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libro "HE VISTO LA LUZ" .
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