jueves, 29 de enero de 2015

EXPERIENCIA EN EL UMBRAL DE LA MUERTE

Mi muerte
Debí adormecerme de nuevo, pero no por mucho tiempo, porque el reloj parecía marcar todavía las nueve treinta. Luego, de pronto, me desperté con una sensación extrañísima. De alguna forma, mis instintos me avisaban de un peligro inminente. Miré la habitación en torno mío. La puerta aparecía semicerrada. La pequeña bombilla sobre el lavabo, al lado de la puerta, seguía encendida. Me sentí presa de un estado de alerta y de un temor que iba en aumento. Mis sentidos me decían que me hallaba sola y podía comprobar que mi cuerpo se encontraba cada vez más débil.

Traté de alcanzar el cordón que colgaba cerca de la cama, en un intento de avisar a la enfermera. Pero, por mucho que lo intentaba, no lograba moverme. Experimenté una terrible sensación de hundimiento, como si las últimas gotas de mi sangre estuvieran siendo drenadas de mi cuerpo. Oí un leve zumbido en la cabeza y me hundí cada vez más, hasta que sentí mi cuerpo inmóvil y sin vida.
Luego, una oleada de energía me recorrió. Era casi como si experimentara una descarga o desprendimiento en mi interior y mi espíritu salió repentinamente de mi pecho y se elevó hacia lo alto, como atraído por un imán gigante. Mi primera impresión fue de libertad. No había nada antinatural en la experiencia. Me encontraba por encima de la cama, suspendida cerca del techo. La sensación de libertad no tenía límites y parecía que siempre había estado así. Giré y vi un cuerpo que yacía sobre la cama. Sentí curiosidad por saber quién era e, inmediatamente, empecé a descender hacia él. Mi experiencia como enfermera diplomada me había familiarizado con el aspecto de los cuerpos muertos y, al acercarme a su rostro, en seguida me di cuenta que estaba sin vida. Y luego supe que el cuerpo era el mío. Aquel cuerpo sobre la cama era el mío.

No me sorprendí ni me asusté; sólo sentí cierta simpatía por él. Parecía más joven y más bonito de lo que yo recordaba y ahora estaba muerto. Era como si me hubiese quitado una prenda usada y la hubiese dejado de lado para siempre, cosa triste porque todavía era buen, aún se le podía dar mucho uso. Hasta aquel momento nunca me había contemplado en tres dimensiones; sólo me había mirado en espejos y superficies planas. Pero los ojos del espíritu ven más dimensiones que los ojos del cuerpo mortal. Contemplé mi cuerpo desde todos los ángulos a la vez: por delante, por atrás y por los lados. Vi aspectos de mis facciones que nunca antes había conocido y que hacían más plena y completa mi perspectiva. Tal vez se debiera a ello que en un principio no me reconociera.
Mi cuerpo actual era ingrávido y extremadamente móvil, me fascinaba mi nueva existencia. Tan sólo unos momentos antes aún sentía el dolor de la operación, pero ahora no experimenta incomodidad alguna. Estaba entera en todos los sentidos; perfecta. Y pensé: “Así soy en realidad”.

Presté atención al cuerpo. Sabía que nadie se había percatado de mi muerte y sentí la necesidad de decírselo a alguien. “¡Estoy muerta –pensé- y aquí nadie lo sabe!” Pero, antes de que pudiera moverme, tres hombres aparecieron de súbito a mi lado. Vestían hermosos hábitos color castaño claro y uno de ellos llevaba la parte posterior de su cabeza cubierta por un capuchón. Los tres ceñían el talle con cinturones trenzados en oro que colgaban por los extremos. Emanaban una especie de resplandor no especialmente fuerte, y entonces aprecié que mi propio cuerpo despedía una suave luminiscencia y que la luz se había fundido en torno nuestro. No sentía miedo.

Los hombres parecían tener unos setenta y ochenta años, pero intuía que la medida de su tiempo era distinta a la terrena. Pronto comprendí que eran mucho mayores de los setenta y ochenta años aparentes; que eran ancestrales. Percibía gran espiritualidad, conocimiento y sabiduría en ellos. Creo que se me aparecieron vestidos con hábitos para evocar la sensación de esas virtudes. Empecé a considerarles como monjes –sobre todo debido a sus hábitos- y sabía que podía confiar en ellos. Entonces me hablaron.

Habían estado conmigo durante “eternidades”, dijeron. No acababa de entenderlos; ya me costaba concebir la idea de una eternidad, eternidades era excesivo. Para mí, la eternidad se situaba siempre en el futuro, pero aquellos seres dijeron que habían estado conmigo durante eternidades, en el pasado. Esto era más difícil de comprender. Entonces empecé a visualizar imágenes mentales de un tiempo muy lejano, de una existencia previa a mi vida en la tierra, de mi relación con esos hombres “antes”. Cuando aquellas escenas se desplegaron en mi mente supe que verdaderamente nos conocíamos durante “eternidades”. Me excité. El hecho de una vida anterior a la terrenal cristalizó en mi mente y comprendí que, en realidad, la muerte era un “renacimiento” a una vida superior, capaz de un entendimiento y unos conocimientos que abarcaban tanto el futuro como el pasado.

Y supe que aquellos eran mis mejores amigos en esa vida superior y que habían elegido estar conmigo. Me explicaron que ellos junto con otros, habían sido mis ángeles de la guarda durante mi vida en la tierra. Pero sentía que los tres eran especiales, que eran también mis “ángeles custodios”.
Dijeron que yo había muerto prematuramente. De algún modo, me comunicaron una sensación de paz y me pidieron que no me preocupara, que todo iría bien. Al percibir aquella sensación, sentí su profundo amor y su interés. Aquellas impresiones y otros pensamientos me eran comunicados de espíritu a espíritu, de inteligencia a inteligencia. En un principio creí que usaban palabras, pero era porque estaba acostumbrada a que la gente “hable”. Ellos se comunicaban con mucha más rapidez y plenitud, de un modo al que se referían como “conocimiento puro”.

La palabra más afín que tenemos para definirlo es telepatía, pero ella tampoco describe el proceso entero. Yo sentí sus emociones y sus intenciones. Sentía su amor. Experimentaba sus sentimientos. Y eso me llenaba de alegría, porque me querían mucho. Mi lenguaje anterior, el lenguaje de mi cuerpo, resultaba verdaderamente limitado y descubrí que mi anterior capacidad para expresar sentimientos era casi inexistente, comparada con aquella aptitud del espíritu para comunicarse de esa forma pura.

Había muchas cosas que querían compartir conmigo y que yo deseaba compartir con ellos, pero todos sabíamos que en aquel momento otro asunto tenía prioridad. De repente recordé a mi marido y a mis hijos y me preocupó de qué forma les afectaría mi muerte. ¿Cómo cuidaría mi marido de seis niños? ¿Cómo se desenvolverían ellos sin mí? Tenía verdadera necesidad de verles otra vez, al menos para calmar mis propias preocupaciones.

Mi único pensamiento fue abandonar el hospital y reunirme con mi familia. Tras tantos años deseando una familia, esforzándome por mantenerla unida y ahora temía perderla. O, quizá, temía que ellos me perdiera a mí.

Inmediatamente empecé a buscar una salida y reparé en la venta. La atravesé rápidamente y salí al exterior. Pronto aprendería que no me hacía falta utilizar una ventana, que podía haber salido de la habitación por un punto cualquiera. Fue sólo la supervivencia de los pensamientos (y, por lo tanto, limitaciones) mortales lo que me impulsó a usar la ventana. Se me ocurrió que me encontraba en “modalidad lenta”, puesto que aún pensaba en términos de cuerpo físico cuando, de hecho, mi cuerpo espiritual podía atravesar cualquier superficie antes infranqueable para mí. La ventana estuvo cerrada en todo momento.
Mi viaje hacia casa fue borroso. Ahora que sabía que podía hacerlo, empecé a desplazarme a una velocidad tremenda y sólo era vagamente consciente de los árboles que se precipitaban debajo de mí. No tomé decisiones, no me di instrucciones, sólo pensé en mi hogar y supe que me dirigía hacia allí. Al cabo de un momento me encontraba delante de casa y entraba en la sala de estar.
Vi a mi marido, que leía el periódico sentado en su sillón. Vi a mis hijos, que corrían escaleras arriba y abajo, y supe que se preparaban para dormir. Dos de ellos estaban enzarzados en un batalla de almohadas, como acostumbraban hacer a la hora de acostarse. No deseaba comunicarme con ellos, aunque me preocupaban sus vidas sin mí. Mientras les observaba individualmente, una especie de adelanto de lo que les sucedería se proyectó en mi mente y me permitió ver sus vidas futuras. Llegué a saber que mis hijos se encontraban en la tierra para adquirir su propia experiencia que me había equivocado al considerarles “míos”.

Eran espíritus individuales, lo mismo que yo, con una inteligencia ya desarrollada antes de su vida terrena. Cada uno de ellos disponía de su libre albedrío para vivir su vida como deseaba. Sabía que el libre albedrío no es sería negado. Tan sólo les habían puesto bajo mi tutela. Aunque ya no las recuerde, supe que mis hijos tenías sus propias “agendas” en la vida y que, después de cumplirlas, su estancia terrenal también terminaría. Vi de antemano algunos de sus problemas y dificultades, pero sabía que serían precisos para su evolución. No había necesidad de temor ni de tristeza. Al final, ellos estarían bien y sabía que sólo transcurriría un breve instante antes de encontrarnos todos juntos de nuevo. Nadaba en un mar de serenidad. Mi marido y mis hijos amados, esta familia que durante tanto tiempo había ansiado, estarían bien. Sabía que seguirían adelante, de modo que yo también podía hacerlo.

Me sentía agradecida por aquel entendimiento e intuía que se me permitía alcanzarlo para que fuera más fácil mi transición por la muerte.
Ahora me llenaba el deseo de proseguir mi propia existencia y conocer todo lo que me aguardaba. Fui otra vez atraída hacia el hospital, pero no recuerdo el recorrido pareció suceder de forma instantánea. Vi mi cuerpo que todavía yacía en la cama, casi un metro por debajo de mí y ligeramente a la izquierda. Mis tres amigos seguían allí, me esperaba. Volví a sentir su amor y la alegría que experimentaban al ayudarme.

Mientras su amor me colmaba supe, de alguna manera, que había llegado el momento de seguir adelante. También supe que mis queridos amigos, los monjes, no irían conmigo.
Empecé a percibir algo parecido a una ráfaga.

El túnel
Cuando se está en presencia de una energía grandiosa, se sabe. Yo lo sabía. Un profundo sonido atronador empezó a invadir la habitación. Percibía la fuerza oculta tras él, un movimiento que parecía implacable. Pero, aunque el sonido y la fuerza fueran terribles, volví a sentirme invadida por una sensación placentera, casi hipnótica. Oí el redoble de distantes campanas que repiqueteaban a lo lejos, un sonido hermoso que nunca olvidaré. Mi ser empezó a verse envuelto en oscuridad. La cama, la luz, junto a la puerta y la habitación entera parecían apagarse y, de inmediato, me vi suavemente atraída hacia lo alto, hacia el torbellino de una gran masa negra.

Me sentí engullida por un enorme tornado. No podía ver nada más que la densa oscuridad, casi tangible. La oscuridad era más que la falta de luz; era una espesa negrura distinta a cualquier cosa previamente conocida. El sentido común me decía que debería estar aterrorizada, que todos los fantasmas de mi juventud deberían haber resucitado, pero en el interior de aquella masa negra experimentaba una sensación de calma y bienestar profundamente placentera. Sentí que avanzaba a través de ella y el sonido voraginoso se fue apagando.
Me encontraba en posición reclinad, me desplazaba con los pies hacia delante y la cabeza levemente alzada. La velocidad llegó a ser tan increíble que ni años luz serían capaces de medirla. Pero también la paz y la tranquilidad aumentaron y sentía que podía permanecer en aquel estado maravilloso para siempre y sabía que, si yo lo deseaba, así sería.

Advertí que había otras personas y también animales que viajaban conmigo, aunque a cierta distancia. No podía verles pero intuía que su experiencia era similar a la mía. No percibía lazo personal alguno con ellos y sabía que no suponían ninguna amenaza, de modo que pronto me olvidé de ellos. Sí que noté, sin embargo, que algunos no avanzaban como yo sino que se quedaban en la negrura prodigiosa. No deseaban o, sencillamente, no sabían cómo proseguir. Pero no había nada que temer.

Experimenté una sensación balsámica. Aquella masa de alegre torbellino estaba colmada de amor, yo me hundí en la profundidad de su negrura y su calor y me regocijé en mi paz y en esa seguridad. Pensé: “Debe de ser aquí donde se encuentra el valle de la sombra de la muerte”.
Nunca en la vida había sentido mayor serenidad.

En un abrazo de luz
Vi un puntito de luz en la distancia. La masa negra que me rodeaba empezó a adquirir la forma de un túnel, yo lo atravesaba a una velocidad aún mayor y me precipitaba hacia la luz. Me sentía instintivamente atraída hacia ella, aunque sabía de nuevo que otros podrían no serlo. Al acercarme percibí en su centro la figura de un hombre de pie que irradiaba luz a su alrededor.

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